Todos, en algún momento de
nuestra vida, hemos comenzado un proyecto (si no lo habéis hecho, ¿a qué estáis
esperando?). Ya sea en el colegio, instituto, la universidad, con los amigos o
como profesionales. Ya sea por sacar un beneficio profesional o simplemente por
gusto y amor a lo que se hacía.
Hemos puesto toda nuestra ilusión
en él, todos nuestros esfuerzos y nuestras ganas para que saliera bien. Hemos
llenado folios escribiendo sobre ellos, organizando y estructurando lo que
queríamos. Hasta que, un buen día, nuestra obra estaba terminada… Al menos, en
el papel, ya que, cada proyecto, ¡está vivo!
Por mucho que nos empeñemos en
tenerlo todo atado y resuelto, una vez pasamos de la teoría a la práctica…
Bueno… La mayoría de las veces se tienen que hacer retoques o modificar ciertas
cosas…
Un proyecto es un ente vivo, que
respira y se mueve. De manera que, sobre la marcha, nos damos cuenta que
algunas cosas no están tan bien pensadas como creíamos o que deberían
cambiarse. Y ojo, esto no es un problema, ¡todo lo contrario! Que tu proyecto
cambie, evolucione y se modifique quiere decir que es algo que estás manejando,
algo vivo. No es una cosa muerta tirada en el fondo de un armario. Y, como todo
ser vivo, necesita pasar tiempo con su creador.
No te digo que os vayáis a cenar
juntos ni que tengáis una velada romántica (que si queréis, sois libres de
hacer, aunque tener cuidado no os cortéis con el papel). Pero sí que cambies de
aires de vez en cuando. Si estás acostumbrado a trabajar en tu despacho, un día
trabaja en la cafetería. Si hace buen tiempo (a estas alturas del año ya difícil)
vete al parque a trabajar. Eso sí, también aprovecha el tiempo que estéis
separados para desconectar, te ayudará a ver las cosas con perspectiva.
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